19 nov 2013

La fábula del hombre y la montaña

Hoy no me siento bien.
Han sido meses de no sentirse bien.
Quiero sentirme bien.

Había una vez, un hombre de un pequeño pueblo de un valle perdido entre montañas, que todos los días de su vida se había dedicado a construir un montículo sobre la ladera de una montaña. Lo hacía porque veía a la montaña muy sola y sencilla, sin nada más que la caracterizara. Era una montaña más para sus ojos, como todas las demás montañas que se encontraban a su alrededor, así como las podía haber más en el mundo, con árboles, cuevas, animales y nieve en su pico, y no lo dejó de ser, de esta manera, hasta que aquél hombre decidió por iniciar a construir su montículo.

El hombre inició con pequeños guijarros grises que veía de alrededores que lucían diferentes a las piedras comunes de su alrededor, y habiéndose acabado estos, tomó rocas porosas comunes y lajas, los cuales unía con tierra los unos a los otros. Cada día de labor, le dejaba cortes en las manos, dolores en la espalda, y la ida y el regreso le gastaban los pies y el calzado.

Con el tiempo y al hacer memoria, el hombre vio que el montículo seguía ahí, con todos esos meses de construcción, a pesar de su tamaño y a pesar de las inclemencias del tiempo. Los vientos que lo azotaban en primavera, las lluvias torrenciales de otoño o los incendios veraniegos que lo devoraban. Pero aquél cerro sobre aquél otro cerro se mantenía ahí, inmóvil. Y por ello, aquella montaña se mantenía diferente a las demás.

El hombre pues, viendo esto, sintió orgullo, y se hizo de una casa a las faldas de la montaña; así podría levantarse cada día y podría virar la mirada para mirar su creación en su desarrollo sin fin. Se enorgullecía todos los días al ver al montículo, creciendo como el retoño de un árbol al lado empinado del otro.

Con el pasar de las temporadas y, llegando su obra a un tamaño considerable, la gente le preguntaba del porqué poner tanto esfuerzo y horas en un montículo, ubicado dentro del plano más inclinado, en lo más alto de una montaña, sin ningún propósito aparente. A lo que el hombre respondía:
- Porque puedo, me ha funcionado, ha resistido, y quiero ver que tanto puede llegar a resistir.

Así, y con esa extraña obstinación dentro de él, con su mente solo concentrada en llegar más lejos, un día simplemente dejó el montículo.

Se dio cuenta que, durante el tiempo que había invertido construyendo el montículo, había conseguido una casa, un patrimonio, amistades y demás necesidades, y el montículo ya no tenía porqué ser el motor de su día a día.

Miró a su obra. Suspiró orgulloso por una última vez frente a su montaña sobre su otra montaña, y dio la media vuelta, acto seguido del ventarrón más grande que jamás había ocurrido en la historia de aquél pueblo.

Aquél montículo vino abajo, por el plano más inclinado, desde el punto más alto de la montaña.

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