18 mar 2018

Recuerdo de una noche de verano

Crecí en una pequeña ciudad a las lejanías del área metropolitana, así que tuve la oportunidad de vivir mi niñez rodeado de naturaleza muy cerca a casa.

Así como amaba la televisión y mis programas animados, me gustaba salir con mi hermano mayor, nuestro mejor amigo; recorrer los riachuelos de la colonia hasta los matorrales, arbustos y mezquites. Tirar piedras al agua, capturar insectos y deambular en general por ahí y por allá.  Jugar al escondite era especialmente sencillo cuando había árboles y arboles en casa tras casa de los vecinos y sus alrededores. Realmente no tengo ningún recuerdo del día a día de mi niñez, solo la idea general. Un resumen de lo que se supone que pasó. Lo único claro que tengo realmente son los sentimientos y cosas en extremo específicas. Un día de verano, tocándonos el anochecer mientras perdíamos el tiempo en la calle, cayeron del cielo cientos de miles de pequeños bichos negros. Hay dos cosas maravillosas que hace la inocencia en los niños ante algo novedoso para ellos, ya sea esto cosa común o algo realmente increíble. La primera es emocionarse por ese algo nuevo, maravilloso, algo digno de compartir con todo el mundo y gritar y estirar de sus ropas a su padre diciendo -Mira mamá, ¿qué no has visto eso? ¿no es genial?-, mientras que la otra opción es aceptar toda información nueva, absorberla como cotidiana por más mágica e improbable que sea rescribiendo así su concepto de la realidad. Para mis amigos y yo, la realidad de ese instante era que las luces de la calle comenzaban a encenderse empero la oscuridad de la noche continuaba su camino conforme palidecían ante la caída constante de insectos minúsculos, oscuros y en forma de escarabajo. Leves golpeteos, secos y rítmicos, nos rodearon e inundaron la calle conforme los animalitos chocaban con el techo de los autos. Tomamos algunas muestras de ellos entre nuestros dedos y confirmamos que efectivamente, eran escarabajos.

Deliberamos sobre las plagas de Egipto y bromeamos sobre el fin del mundo por el momento. Nos reíamos del Apocalipsis sin saber siquiera sus consecuencias. En retrospectiva, si la vida sobre la tierra hubiera acabado en ese instante, no me hubiese molestado en lo más mínimo. De igual manera y como ya se habrán dado cuenta, el Universo no colapsó, creo, aquella noche de verano. Sin embargo, nuestra apreciación de aquél espectáculo tuvo que esperar abruptamente debido a que uno de entre nosotros sintió un repentino malestar. Su piel había sido rociada en el cuello, bajo la nuca, y ahora se quejaba de un ardor que describía como insoportable. Era Fred, rascándose de dolor y corriendo a la cochera más próxima de un vecino por refugio ante la seca lluvia. Se hincó y abrió la llave de agua, se posó bajo el chorro y comenzó a tallarse su picadura, pero el dolor no cesaba. Todos  corrimos con Fred y huimos también. Todos en mi grupo de amigos queríamos a Fred, pues era gracioso, pero más allá; y personalmente pensaba, que todo grupo de amigos necesitaba de un Fred, en quien veía una función utilitaria. Una persona en la cual, forzosamente, toda fuente de daño en cualquier nueva aventura iba a recaer, una mala racha de nacimiento la cual alertaría del peligro a todo aquél con quien conviviese durante su vida. Claro que era consciente y aún de niño, que mi idea no era original, solo estaba aplicando los patrones conservados de las personalidades de los grupos de chicos de las caricaturas que veía, pero a pesar de ello me sentía orgulloso de haber pillado la referencia. Más tarde en la vida, cabe mencionar, Fred no pasaría el examen del ingreso al Instituto y se quedaría en una escuela muy lejana a la de nosotros, desapareciendo por el resto de nuestras vidas. Y ahí estaba yo, orgulloso de tener un grupo de amigos, un buen grupo de amigos. Orgulloso de no ser nuestro Fred, un raro orgullo acompañado de empatía, mientras lo veía retorciéndose del malestar en su cuello. Nos acercamos a él y vimos el enrojecido de su piel.

- ¡Vámonos!- gritamos, en medio de la calle y llegamos a casa de nuestro amigo. Su madre lavó su herida con alcohol y le puso una venda con ungüento, el cual eliminó la sensación del dolor. La lluvia cesó y Fred no volvió a salir en el resto de la noche.